Autor: Antonio Gómez Luque.
Inicio del relato: A la entrada del pueblo.
Desde el pueblo, pudimos ver, contemplar, casi con emoción, el suceso.
Era una tarde gris y corría un aire brusco por momentos. Yo estaba con los demás, en el bar del "Puntillita".
Jaime nos trajo una pitarrita de vino fresco. Terminamos de jugar al dominó. Buena partida la de aquel día, buena la gente que jugada conmigo. Así pasamos casi todas las tardes: la manita del dominó y la pitarrita de vino. Se nos hace insoportable esta vida, esta sucia y asquerosa vida, que nos maltrata y nos aburre en cada segundo. ¡Qué hacer después de la comida en un pueblo muerto, donde no existe diversión ni trabajo, donde los hombres trabajan dos días a la semana! Después de todo, pienso que nos lo tenemos merecido. ¡No valemos nada! ¡No servimos para nada!, solo para blasfemar, criticar y llorar, a veces: en los entierros sobre todo. Creemos que así arreglamos las cosas, que con los chillidos y las burlas llegamos a algún lugar.
Pero aquel día todo fue distinto. Apareció la tarde con un tono raro, ensombrecido, angustioso, y al fondo el suceso. Realmente yo creo que nunca se tuvo, que jamás ocurrió, algo como aquello. Nuestros ojos no estaban acostumbrados a presenciar cosas de aquella índole.
Raimundo decía que era el hombre más feliz de la Tierra, que se encontraba como un rey dentro de su palacio, contemplando toda su hacienda, sus bienes. Era maravilloso, realmente extraordinario, sentirse de aquella forma. Hacía tiempo que no se sentía así, hasta le habían entrado unas ganas de comer exageradas, incluso ganas de buscar a Margarita - la de las cachas gordas-, para tirarse encima de ella, manosearla duramente e hincarle los dientes debajo de las axilas como a ella le gustaba.
Inicio del relato: A la entrada del pueblo.
Desde el pueblo, pudimos ver, contemplar, casi con emoción, el suceso.
Era una tarde gris y corría un aire brusco por momentos. Yo estaba con los demás, en el bar del "Puntillita".
Jaime nos trajo una pitarrita de vino fresco. Terminamos de jugar al dominó. Buena partida la de aquel día, buena la gente que jugada conmigo. Así pasamos casi todas las tardes: la manita del dominó y la pitarrita de vino. Se nos hace insoportable esta vida, esta sucia y asquerosa vida, que nos maltrata y nos aburre en cada segundo. ¡Qué hacer después de la comida en un pueblo muerto, donde no existe diversión ni trabajo, donde los hombres trabajan dos días a la semana! Después de todo, pienso que nos lo tenemos merecido. ¡No valemos nada! ¡No servimos para nada!, solo para blasfemar, criticar y llorar, a veces: en los entierros sobre todo. Creemos que así arreglamos las cosas, que con los chillidos y las burlas llegamos a algún lugar.
Pero aquel día todo fue distinto. Apareció la tarde con un tono raro, ensombrecido, angustioso, y al fondo el suceso. Realmente yo creo que nunca se tuvo, que jamás ocurrió, algo como aquello. Nuestros ojos no estaban acostumbrados a presenciar cosas de aquella índole.
Raimundo decía que era el hombre más feliz de la Tierra, que se encontraba como un rey dentro de su palacio, contemplando toda su hacienda, sus bienes. Era maravilloso, realmente extraordinario, sentirse de aquella forma. Hacía tiempo que no se sentía así, hasta le habían entrado unas ganas de comer exageradas, incluso ganas de buscar a Margarita - la de las cachas gordas-, para tirarse encima de ella, manosearla duramente e hincarle los dientes debajo de las axilas como a ella le gustaba.
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