Ignacio Escañuela Romana
Julio 2024
En aquellos días veraniegos, cuando la amargacea comenzaba a soplar, a veces vientos de marea, otros de solano, como decididos por un daimonion socrático, amaba él pasear largamente. Escucharía con curiosidad el sonido del roce de los zapatos con la arena en el camino, mientras recordaría días pasados al alba. Ya en la senectud, había dejado de ansiar la lucha con molinos, la gloria y la fama, y recordaba simplemente.
Comprendía que por primera vez observaba en silencio, sentía en su interior lo percibido, disfrutaba con el hecho de ser hombre y tener limitaciones. No era una felicidad, lo sabía, pues incluso había dejado de luchar por esa quimera. Pero sí tenía la intensa sensación de observar el mundo, como nunca antes, como era. No se hacía ilusiones de veracidad, sabía que todo lo modificamos para verlo a nuestra forma. Incluso aquella forma interior había sido oscurecida por los afanes, la ambición de conquistar el mundo.
Le había costado mucho aceptar que esas vivencias son pasajeras, que toda la vida lo es, y así abandonar la pretensión de eternidad que le había perseguido. Pequeños retazos de emociones que pasaban rápidamente y nada más.
Como el niño que juega en la arena a hacer castillos que la marea borrará, observa ahora el horizonte en llamas rojas y las últimas luces reflejadas en el cielo, rebotando hasta llegar a él. En silencio, junto a la sombra de altos eucaliptos meciéndose al viento, espera quedamente el rayo verde.
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