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LAS FUGAS DE ERNESTO

José Antonio Borrego Suárez

Lo único que lamenta Ernesto es no poder esquivar al bicho que le muerde las piernas.

Está sentado junto a la chimenea y se masajea los muslos, ajeno a la retahíla de reproches que sus hijas le propinan por la última fuga . Lo hacen todos los días, porque todos los días se escapa. Nadie sabe cómo lo logra… él sospecha que sus hijas tienen mucho que ver.

Lo echan de menos sobre la hora del almuerzo, aunque saben que su padre se marchó hace tiempo, al principio de la mañana, es ahora cuando su ausencia se hace presente. Como si fuese un pacto tácito y se concedieran un espacio de tiempo, una tregua, establecida, para que esa tolerancia que establecen no termine en juego.

Si Ernesto no aparece a la hora del almuerzo, las hermanas comen y discuten.

Se acusan de la débil vigilancia que ejercen sobre papá. Se culpan mutuamente de que Ernesto consiga escapar todos los días, pero aunque no lo dicen, las dos también saben que colaboran en dicha fuga, mirando para otro lado.

Los reproches no alteran su tranquilidad, sabedoras que Ernesto tiene provisiones. Lo saben porque escuchan los rumores de la gente. Ellas confían en la conciencia que tienen los amigos, que los obliga al cuidado del enfermo y, que lo vigilan. Todos en el pueblo hablan de las despensas en el bosque de Ernesto. Cómo utiliza las oquedades de los árboles para guardar alimentos, especialmente frutos secos.

–Pobre papá , como una ardillita, exclama la mayor, exhalando un suspiro, que su hermana menor acompaña, aunque no puede igualar.

Si Ernesto barrunta que aquel día la comida que se celebra en casa; es de su preferencia, se presenta tan ufano, disfruta con sus hijas de los deliciosos manjares. Ernesto rompe la fuga, sostiene, que sus niñas son las mejores cocineras del pueblo, elaborando unos platos excepcionales…especialmente sus preferidos.

Cierto es que todo tiene un precio, y ese día se ve sometido a un ataque desmedido de reproches, cariñosos, por sus escapadas, que él, paciente las soporta hasta los postres. Las hijas atacan por turno, Ernesto, las ignora mostrando una atención engañosa. Cuando se levanta una vez saciada su glotonería se dirige a su habitación, a descabezar un sueñecito. Ellas recuperan su debate, se vuelven a acusar la una a la otra de la relajación en la custodia de Ernesto.

Tumbado en la cama y mientras el sopor de la digestión se lo permite, repasa la nueva estrategia de mañana. Estrategia que nunca lleva a cabo, cuando llega la hora se escapa como puede y santas pascuas.

Todo empezó cuando le diagnosticaron la enfermedad, poco después de la jubilación.

Ahí fue como y cuando las hijas descubrieron su lado maternal, volcando sobre él todos los cuidados. Desde ese momento lo trataron como a un hijo desvalido.

Las hijas desde el principio fueron unas auténticas forofas del médico … según Ernesto. Extraían de las explicaciones de este, la justificación, la fuerza para poder incrementar los cuidados. Siempre amorosos… pero insoportables.

A Ernesto el médico le caía mal, no le gustaba. Reconocía que era injusto con él, pero no entendía que quisiera tapar su impotencia con palabras, algo que él, que era el interesado, no le exigía. Para qué negar la realidad, estaba enfermo…sólo le quedaba vivir los últimos instantes de la debilidad lo mejor posible. Morir cuando tocara.

Sonreía Ernesto acordándose de aquel dicho, de la pescadilla que se come la cola. La vida es esa pescadilla, se decía, de cuidar a ser cuidado. Él fue muy protector, es probable que sus hijas heredarán este celo. Ahora este rasgo de su carácter le costaba admitirlo. Sabía que la sinceridad como la memoria es maleable, que los hechos los modifica a conveniencia, y que las circunstancias determinan la objetividad.

Viendo como la vida se le alteró, temiendo que ésta quedará anulada por la devastación de la enfermedad o, por los cuidados excesivos, decidió iniciar mientras le fuese posible… las fugas.

Entonces escapó de las ciénagas que la nueva realidad le proponía. No iba a permitir que el ovillo del miedo lo enredase, trazó un plan simple, escapar.

Cuando conoció el diagnóstico, amilanado por la sorpresa, se le llenó el paladar de amargor. La mala noticia lo había despojado del tiempo. Vivir los últimos instantes en la debilidad no es fácil, controlar la zozobra requiere de mucha coherencia, de mucho valor.

Las gotas del rocío en el bosque por la mañana fueron para Ernesto; como los cascabeles de la flor del sueño. Un sueño despierto que le restituye la vida. Qué importa que el rocío le moje las piernas, que por la noche el bicho lo despierte mordiendolas.

Las escapadas le devuelve el tiempo que le queda. No quiere que sea una lucha, solo quiere dejarse llevar, que el poco agua que queda en la corriente, a su río, fluya.

Quiere ser como los insectos que pululan por el bosque, solo estar en él, eso basta se dice. Pero sus hijas lo quieren en casa, protegido, cuidado.

Ernesto en el bosque, en el prado, junto al arroyo, se siente propietario de su soledad, es la última forma que le queda de saborear la vida. Estos laberintos vegetales que él conoce también, desde su infancia, le proporciona la hospitalidad de la fragancia de la tierra, la caricia del roce de la hierba en las piernas. En los cambios de la luz …Ernesto siente que se rompe el asedio.

Las hijas lo buscan todas las tardes. Le conceden el tiempo suficiente para que pueda regresar por sus propios pies. Lo hacen con cuidado, para que él no sienta presión.

Lo hacen porque temen que quede embarrancado en los bajíos del dolor, que no pueda regresar, que quede varado. Ellas le tienen confianza, pero están advertidas por el doctor, que les ha dicho que de la enfermedad no se deben fiar.

Cuando llegan a él, lo encuentran siempre de regreso…lo acosan con cariño, temerosas, en un intento inutil de protegerlo.Ernesto las mira agradecido… y durante un momento le vuelve la rabia contra la intrusa, ve como también las manipula a ellas, como las obliga a girar en el tiovivo de su dolor.

Es un atardecer suave, uno más, su táctica es la quietud, moverse despacio y dejarse mecer por el tiempo que le queda. Que éste le lleve a donde tenga que ir. Lamenta que sus hijas vivan de guardianas, acechando una amenaza que no pueden evitar, que terminará por cumplir su voluntad.

De regreso las escucha en su sermoneo, siente una sacudida de amor, pese a las molestias del cuido, piensa… este amor también lo tengo y es mejor que el bosque.

–Sin duda papá es un resistente, dice la hija pequeña,

–Sí, contesta la hija mayor.

Y regresan a la casa. Ernesto está agarrando los últimos momentos de felicidad, se dice bajito:

–Mañana… si puedo, volveré a escapar, y se sonríe.

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