Claudio Camacho Rodríguez
Lo admito, no soy dueño de mis palabras ni de mi mirada, y no sé hablar el idioma del hombre, ni tampoco caminar ni rascarme la nariz, y hacer las dos cosas de golpe me supone decidirlo.
Yo provengo de donde no lucho por decir adiós. Allí el sol se pone entre los árboles —que no saben juzgarme— y cuando subo al cerro, ocasionalmente oigo la brisa mensajera que trae consigo el olor de cierto recuerdo, y se me caen las lágrimas.
Eso sí sé hacerlo.
Lo admito, no soy dueño de mis palabras ni de mi mirada, y no sé hablar el idioma del hombre, ni tampoco caminar ni rascarme la nariz, y hacer las dos cosas de golpe me supone decidirlo.
Yo provengo de donde no lucho por decir adiós. Allí el sol se pone entre los árboles —que no saben juzgarme— y cuando subo al cerro, ocasionalmente oigo la brisa mensajera que trae consigo el olor de cierto recuerdo, y se me caen las lágrimas.
Eso sí sé hacerlo.
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