José Antonio Borrego Suárez Ríos de sangre anegan los olivos. acidez y dolor es su fruto. En un parto de muerte, su aceite. En los montones de escombros no amanece. Las trituradas risas de los niños no suenan. Y los huesos se pudren en el olvido. Y bajo las bombas una palabra. Exterminio, bien grande, ¡EXTERMINIO! Y las eternas preguntas: ¿Hay lágrimas capaz de llorar este dolor? ¿Hay castigo que pueda justificar esta venganza? ¿Reflexión que pueda admitirlo? Y esa pregunta que es la más cruel y que nos implica a todos: ¿Y la humanidad donde queda?
José Antonio Borrego Suárez Lo único que lamenta Ernesto es no poder esquivar al bicho que le muerde las piernas. Está sentado junto a la chimenea y se masajea los muslos, ajeno a la retahíla de reproches que sus hijas le propinan por la última fuga . Lo hacen todos los días, porque todos los días se escapa. Nadie sabe cómo lo logra… él sospecha que sus hijas tienen mucho que ver. Lo echan de menos sobre la hora del almuerzo, aunque saben que su padre se marchó hace tiempo, al principio de la mañana, es ahora cuando su ausencia se hace presente. Como si fuese un pacto tácito y se concedieran un espacio de tiempo, una tregua, establecida, para que esa tolerancia que establecen no termine en juego. Si Ernesto no aparece a la hora del almuerzo, las hermanas comen y discuten. Se acusan de la débil vigilancia que ejercen sobre papá. Se culpan mutuamente de que Ernesto consiga escapar todos los días, pero aunque no lo dicen, las dos también saben que colaboran en dicha fuga, mirando para otr