José Antonio Borrego Suárez
El sol humea la helada de la paja, en los tejados,
un petirrojo canta posado en la cerca,
los vientos agitados de la noche, se desmayan en la amanecida.
En el fondo, una mancha verde amarilla de fronda,
con un cielo embalsamado, donde una solitaria nube navega,
y en el prado… luz suave de miel.
Los arroyos que lánguidos descienden de la colina
vierten sus transparencias en el remanso de la laguna,
donde los jaramagos se ven florecer.
En este sencillo cuadro, se adivina la añoranza,
y la melancolía del pintor.
No exige nada… cuando se contempla,
solo calmar los ojos, en la quietud de la belleza,
o en el regocijo de la naturaleza.
Una estampa que un artista soñó un día,
del que se perdió su nombre,
y que pinto embelesado en el paisaje
un chispazo de tiempo.
El sol humea la helada de la paja, en los tejados,
un petirrojo canta posado en la cerca,
los vientos agitados de la noche, se desmayan en la amanecida.
En el fondo, una mancha verde amarilla de fronda,
con un cielo embalsamado, donde una solitaria nube navega,
y en el prado… luz suave de miel.
Los arroyos que lánguidos descienden de la colina
vierten sus transparencias en el remanso de la laguna,
donde los jaramagos se ven florecer.
En este sencillo cuadro, se adivina la añoranza,
y la melancolía del pintor.
No exige nada… cuando se contempla,
solo calmar los ojos, en la quietud de la belleza,
o en el regocijo de la naturaleza.
Una estampa que un artista soñó un día,
del que se perdió su nombre,
y que pinto embelesado en el paisaje
un chispazo de tiempo.
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